-Y ésta -dijo Juana Helier completando la presentación- es la señorita Marple.
Como era actriz, supo darle entonación a la frase, una mezcla de respeto y triunfo.
Resultaba extraño que el objeto tan orgullosamente
proclamado fuese una solterona de aspecto amable y remilgado. En los
ojos de los dos jóvenes que acababan de trabar conocimiento con ella
gracias a Juana, se leía incredulidad y una ligera decepción. Era una
pareja muy atractiva; ella, Charmian Straud, esbelta y morena... él era
Eduardo Rossiter, un gigante rubio y afable.
Charmian dijo, algo cortada:
-¡Oh!, estamos encantados de conocerla.
Mas sus ojos no corroboraban tales palabras y los dirigió interrogadores a Juana Helier.
-Querida -dijo ésta, respondiendo a la mirada-, es
maravillosa. Déjenselo todo a ella. Te dije que la traería aquí y eso he
hecho -se dirigió a la señorita Marple-. Usted lo arreglará. Le será
fácil.
La señorita Marple volvió sus ojos de un color azul porcelana hacia el señor Rossiter.
-¿No quiere decirme de qué se trata? -le dijo.
-Juana es amiga nuestra -intervino Charmian, impaciente-.
Eduardo y yo estamos en un apuro. Y Juana nos dijo que si veníamos a su
fiesta nos presentaría a alguien que era... que haría... que podría...
Eduardo acudió en su ayuda.
-Juana nos dijo que era usted la última palabra en sabuesos, señorita Marple.
Los ojos de la solterona parpadearon de placer, mas protestó con modestia:
-¡Oh, no, no! Nada de eso. Lo que pasa es que viviendo en
un pueblecito como vivo yo, una aprende a conocer a sus semejantes.
¡Pero la verdad es que ha despertado usted mi curiosidad! Cuénteme su
problema.
-Me temo que sea algo vulgar... Se trata de un tesoro enterrado -explicó Eduardo Rossiter.
-¿De veras? ¡Pues me parece muy interesante!
-¿Sí? ¡Como la Isla del Tesoro! Nuestro problema carece de
detalles románticos. No hay un mapa señalado con una calavera y dos
tibias cruzadas, ni indicaciones como por ejemplo..., «cuatro pasos a
la izquierda; dirección noroeste». Es terriblemente prosaico... Ni tan
solo sabemos dónde hemos de escarbar.
-¿Lo ha intentado ya?
-Yo diría que hemos removido dos acres cuadrados. Todo el
terreno lo hemos convertido casi en un huerto, y sólo nos falta decidir
si sembramos coles o papas.
-¿Podemos contárselo todo? -dijo Charmian con cierta brusquedad.
-Pues claro, querida.
-Entonces busquemos un sitio tranquilo. Vamos, Eduardo.
Y abrió la marcha en dirección a una salita del segundo
piso, luego de abandonar aquella estancia tan concurrida y llena de
humo.
Cuando estuvieron sentados, Charmian comenzó su relato.
-¡Bueno, ahí va! La historia comienza con tío Mathew,
nuestro tío... o mejor dicho, tío abuelo de los dos. Era muy viejo.
Eduardo y yo éramos sus únicos parientes. Nos quería y siempre dijo que
a su muerte repartiría su dinero entre nosotros. Bien, murió (el mes
de marzo pasado) y dejó dispuesto que todo debía repartirse entre
Eduardo y yo. Tal vez por lo que he dicho le parezca a usted algo
dura... no quiero decir que hizo bien en morirse... los dos lo
queríamos..., pero llevaba mucho tiempo enfermo. El caso es que ese
«todo» que nos había dejado resultó ser prácticamente nada. Y eso, con
franqueza, fue un golpe para los dos, ¿no es cierto, Eduardo?
El bueno de Eduardo asintió:
-Habíamos contado con ello -explicó-. Quiero decir que
cuando uno sabe que va a heredar un buen puñado de dinero..., bueno, no
se preocupa demasiado en ganarlo. Yo estoy en el ejército... y no
cuento con nada más, aparte de mi paga... y Charmian no tiene un peso.
Trabaja como directora de escena de un teatro... cosa muy
interesante... pero que no da dinero. Teníamos el propósito de
casarnos, pero no nos preocupaba la parte monetaria, porque ambos
sabíamos que llegaría un día en que heredaríamos.
-¡Y ahora resulta que no heredamos nada! -exclamó
Charmian-. Lo que es más, Ansteys... que es la casa solariega, y que
tanto queremos Eduardo y yo, tendrá que venderse. ¡Y no podemos
soportarlo! Pero si no encontramos el dinero de tío Mathew, tendremos
que venderla.
-Charmian, tú sabes que todavía no hemos llegado al punto vital -dijo el joven.
-Bien, habla tú entonces.
Eduardo se volvió hacia la señorita Marple.
-Verá usted -dijo-. A medida que tío Mathew iba envejeciendo, se volvía cada vez más suspicaz, y no confiaba en nadie.
-Muy inteligente por su parte -replicó la señorita Marple-. La corrupción de la naturaleza humana es inconcebible.
-Bueno, tal vez tenga usted razón. De todas formas, tío
Mathew lo pensó así. Tenía un amigo que perdió todo su dinero en un
Banco, y otro que se arruinó por confiar en su abogado, y él mismo
perdió algo en una compañía fraudulenta. De este modo se fue
convenciendo de que lo único seguro era convertir el dinero en barras
de oro y plata y enterrarlo en algún lugar adecuado.
-¡Ah! -dijo la señorita Marple-. Empiezo a comprender algo.
-Sí. Sus amigos discutían con él, haciéndole ver que de
este modo no obtendría interés alguno de aquel capital, pero él
sostenía que eso no le importaba. «El dinero -decía- hay que guardarlo
en una caja debajo de la cama o enterrarlo en el jardín». Y cuando
murió era muy rico. Por eso suponemos que debió enterrar su fortuna.
Descubrimos que había vendido valores y sacado grandes sumas de dinero
de vez en cuando, sin que nadie sepa lo que hizo con ellas. Pero parece
probable que fiel a sus principios comprara oro para enterrarlo y
quedar tranquilo -explicó Charmian.
-¿No dijo nada antes de morir? ¿No dejó ningún papel? ¿O una carta?
-Esto es lo más enloquecedor de todo. No lo hizo. Había
estado inconsciente durante varios días, pero recobró el conocimiento
antes de morir. Nos miró a los dos, se rió... con una risita débil y
burlona, y dijo: «Estarán muy bien, pareja de tortolitos.» Y
señalándose un ojo... el derecho... nos lo guiñó. Y entonces murió...
-Se señaló un ojo -repitió la señorita Marple, pensativa.
-¿Saca alguna consecuencia de esto? -le preguntó Eduardo
con ansiedad-. A mí me hace pensar en el cuento de Arsenio Lupin. Algo
escondido en un ojo de cristal. Pero nuestro tío Mathew no tenía ningún
ojo de cristal.
-No -dijo la señorita Marple meneando la cabeza-. No se me ocurre nada, de momento.
-¡Juana nos dijo que usted nos diría en seguida dónde teníamos que buscar! -se lamentó Charmian, contrariada.
-No soy precisamente una adivina -la señorita Marple
sonreía-. No conocí a su tío, ni sé la clase de hombre que era, ni he
visto la casa que les legó ni sus alrededores.
-¿Y si visitase aquello, lo sabría? -preguntó Charmian.
-Bueno, la verdad es que entonces resultaría bastante sencillo -replicó la señorita Marple.
-¡Sencillo! -repitió Charmian-. ¡Venga usted a Ansteys y vea si descubre algo!
Tal vez no esperaba que la señorita Marple tomara en serio sus palabras, pero la solterona repuso con presteza:
-Bien, querida, es usted muy amable. Siempre he deseado
tener ocasión de buscar un tesoro enterrado. ¡Y, además, en beneficio de
una pareja de enamorados! -concluyó con una sonrisa resplandeciente.
-¡Ya ha visto usted! -exclamó Charmian con gesto dramático.
Acababan de realizar el recorrido completo de Ansteys.
Estuvieron en la huerta, convertida en un campo atrincherado. En los
bosquecillos, donde se había cavado al pie de cada árbol importante, y
contemplaron tristemente lo que antes fuera una cuidada pradera de
césped. Subieron al ático, contemplando los viejos baúles y cofres con
su contenido esparcido por el suelo. Bajaron al sótano, donde cada
baldosa había sido levantada. Midieron y golpearon las paredes y la
señorita Marple inspeccionó todos los muebles que tenían o pudieran
tener algún cajón secreto.
Sobre una mesa había un montón de papeles... todos los
que había dejado el fallecido Mathew Straud. No se destruyó ninguno y
Charmian y Eduardo repasaban una y otra vez las facturas, invitaciones y
correspondencia comercial, con la esperanza de descubrir alguna pista.
-Cree usted que nos hemos olvidado de mirar en algún sitio? -le preguntó Charmian a la señorita Marple.
-Me parece que ya lo han mirado todo, querida -dijo la
solterona moviendo la cabeza-. Tal vez si me permiten decirlo, han
mirado demasiado. Siempre he pensado que hay que tener un plan. Es como
mi amiga la señorita Eldritch, que tenía una doncella estupenda que
enceraba el linóleo a las mil maravillas, pero era tan concienzuda que
incluso enceró el suelo del cuarto de baño, y cuando la señora Eldritch
salía de la ducha, la alfombrita se escurrió bajo sus pies, y tuvo tan
mala caída que se rompió una pierna. Fue muy desagradable, pues
naturalmente la puerta del cuarto de baño estaba cerrada y el jardinero
tuvo que coger una escalera y entrar por la ventana... con gran
disgusto de la señora Eldritch, que era una mujer muy pudorosa.
Eduardo se removió, inquieto.
-Por favor, perdóneme -apresuró a decir la señorita
Marple-. Siempre tengo tendencia a salirme por la tangente. Pero es que
una cosa me recuerda otra, y algunas veces me resulta provechoso. Lo
que quise decir es que tal vez si intentáramos aguzar nuestro ingenio y
pensar en un lugar apropiado...
-Piénselo usted, señorita Marple -dijo Eduardo, contrariado-. Charmian y yo tenemos el cerebro en blanco.
-Vamos, vamos. Claro... es una dura prueba para
ustedes. Si no les importa voy a repasar bien estos papales. Es decir,
si no hay nada personal... no me gustaría que pensaran ustedes que me
meto en lo que no me importa.
-Oh, puede hacerlo. Pero me temo que no va a encontrar nada.
Se sentó a la mesa y metódicamente fue mirando el fajo
de documentos... y clasificándolos en varios montoncitos. Cuando hubo
concluido se quedó mirando al vacío durante varios minutos.
Eduardo le preguntó, no sin cierta malicia:
-¿Y bien, señorita Marple?
Miss Marple se rehizo con un ligero sobresalto.
-Le ruego me perdone. Estos documentos me han servido de gran ayuda.
-¿Ha descubierto algo importante?
-¡Oh!, no, nada de eso. Pero creo que ya sé qué clase
de hombre era su tío Mathew... bastante parecido a mi tío Enrique, que
era muy aficionado a las bromas. Un solterón sin duda... me pregunto
por qué... ¿tal vez a causa de un desengaño prematuro? Metódico hasta
cierto punto, pero poco amigo de sentirse atado..., como casi todos los
solterones.
A espaldas de la señorita Marple, Charmian hizo un gesto a Eduardo que significaba: «Está loca del todo.»
Miss Marple seguía hablando de su difunto tío Enrique.
-Era muy aficionado a las charadas -explicaba-. Para
algunas personas las charadas resultan muy difíciles y les molestan. Un
mero juego de palabras puede irritarles. También era un hombre
receloso. Siempre pensaba que los criados le robaban. Y algunas veces
era verdad, aunque no siempre. Se convirtió en su obsesión. Hacia el
fin de su vida pensó que envenenaban su comida, y se negó a comer otra
cosa que huevos pasados por agua. Decía que nadie podía alterar el
contenido de un huevo. Pobre tío Enrique, ¡era tan alegre en otros
tiempos! Le gustaba mucho tomar café después de cenar. Solía decir:
«Este café es muy negro», y con ello quería significar que deseaba otra
taza.
Eduardo pensó que si oía algo más sobre el tío Enrique se volvería loco.
-Le gustaban mucho las personas jóvenes -proseguía la
señorita Marple-, pero se sentía inclinado a atormentarlos un poco... no
sé si me entenderán... Solía poner bolsas de caramelos donde los niños
no pudieran alcanzarlas.
Dejando los cumplidos a un lado, Charmian exclamó:
-¡Me parece horrible!
-¡Oh, no, querida!, sólo era un viejo solterón, y no
estaba acostumbrado a los pequeños. Y la verdad es que no era nada
tonto. Acostumbraba a guardar mucho dinero en la casa, y tenía un
escondite seguro. Armaba mucho alboroto por ello... diciendo lo bien
escondido que estaba. Y por hablar demasiado, una noche entraron los
ladrones y abrieron un boquete en el escondrijo.
-Le estuvo muy bien empleado -exclamó Eduardo.
-Pero no encontraron nada -replicó la señorita Marple-.
La verdad es que guardaba su dinero en otra parte... detrás de unos
libros de sermones, en la biblioteca. ¡Decía que nadie los sacaba nunca
de aquel estante!
-Oiga, es una idea -interrumpió Eduardo, excitado-. ¿Qué le parece si miráramos en la biblioteca?
Charmian meneó la cabeza.
-¿Crees que no he pensado en eso? El martes pasado miré
todos los libros cuando tú fuiste a Portsmouth. Los saqué uno por uno y
los sacudí. Tampoco en la biblioteca hay nada.
Eduardo exhaló un suspiro. Levantándose de su asiento se dispuso a deshacerse con tacto de su insoportable visitante.
-Ha sido usted muy amable al intentar ayudarnos. Siento
que no haya servido de nada. Comprendo que hemos abusado de su tiempo.
No obstante... sacaré el coche y podrá alcanzar el tren de las tres
treinta...
-¡Oh! -repuso la señorita Marple-, pero antes tenemos
que encontrar el dinero, ¿verdad? No debe darse por vencido, señor
Rossiter. Si la primera vez no tiene éxito, hay que intentarlo otra y
otra, y otra vez.
-¿Quiere decir que va a continuar intentándolo?
-Pues para hablar con exactitud -replicó la solterona-
todavía no he empezado. Primero se coge la liebre... como dice la
señora Beeton en su libro de cocina... un libro estupendo, pero
terriblemente imposible... la mayoría de sus recetas empiezan diciendo:
«Se toma una docena de huevos y una libra de mantequilla.» Déjeme
pensar..., ¿por dónde iba? Oh, sí. Bien, ya tenemos, por así decirlo,
nuestra liebre, que es, naturalmente, el tío Mathew, y ahora sólo nos
falta decidir dónde podría haber escondido el dinero. Puede que sea
bien sencillo.
-¿Sencillo? -se extrañó Charmian.
-Oh, sí, querida. Estoy segura de que habrá utilizado el medio más fácil. Un cajón secreto... ésa es mi solución.
Eduardo dijo con sequedad:
-No pueden guardarse muchos lingotes de oro en un cajoncito secreto.
-No, no, claro que no. Pero no hay razón para creer que el dinero fuese convertido en oro.
-Él siempre decía...
-¡Y mi tío Enrique siempre hablaba de su escondrijo!
Por eso creo firmemente que lo dijo para despistar. Los diamantes
pueden esconderse con facilidad en un cajón secreto.
-Pero ya lo hemos mirado todo. Hicimos venir a un técnico para que examinase los muebles.
-¿De veras, querida? Hizo usted muy bien. Yo diría que
el escritorio de su tío es el lugar más apropiado. ¿Es aquél que está
apoyado contra la pared?
-Sí. Voy a enseñárselo.
Charmian se acercó al mueble y lo abrió. En su interior
aparecieron varios casilleros y cajoncitos. Luego, accionando una
puertecita que había en el centro, tocó un resorte situado en el
interior del cajón de la izquierda, El fondo de la caja del centro se
adelantó y la joven la sacó dejando un hueco descubierto. Estaba vacío.
-¿No es casualidad? -exclamó la señorita Marple-. Mi
tío Enrique tenía un escritorio igual que éste sólo que era de madera
de nogal y éste es de caoba.
-De todas maneras -dijo Charmian-, como puede usted ver, aquí no hay nada.
-Me imagino -replicó la señorita Marple- que ese
experto que trajeron ustedes sería joven..., y no lo sabía todo. La
gente era muy mañosa para construir sus escondrijos en aquellos
tiempos. A veces hay un secreto dentro de otro secreto.
Y quitándose una horquilla de entre sus cuidados
cabellos grises, la enderezó y apretó con ella un punto de la caja
secreta en el que parecía haber un diminuto agujero tal vez producido
por la carcoma, y sin grandes dificultades sacó un cajón pequeñito. En
él apareció un fajo de cartas descoloridas y un papel doblado.
Eduardo y Charmian se apoderaron del hallazgo. Eduardo
desplegó el papel con dedos temblorosos, mas lo dejó caer con una
exclamación de disgusto.
-¡Una receta de cocina! ¡Jamón al horno! ¡Bah!
Charmian estaba desatando la cinta que sujetaba el fajo de cartas. Y sacando una exclamó:
-¡Cartas de amor!
-¡Qué interesante! -exclamó la señorita Marple-. Tal vez nos explique la razón de que no se casara su tío.
Charmian leyó:
«Mi querido Mathew, debo confesarte que el tiempo se
me ha hecho muy largo desde que recibí tu última carta. Trato de
ocuparme en las distintas tareas que me fueron encomendadas, y me digo a
menudo lo afortunada que soy al poder ver tantas partes del globo,
aunque bien poco pensaba, cuando me fui a América, que iba a viajar
hasta estas lejanas islas.»
Charmian hizo una pausa.
-¿Dónde está fechado esto? ¡Oh, en Hawai!
«Cielos, estos nativos están todavía muy lejos de ver
la luz. Viven semidesnudos y en un estado completamente salvaje; pasan
la mayor parte del tiempo nadando o bailando, y adornándose con
guirnaldas de flores. El señor Gray ha conseguido convertir a algunos,
pero es una tarea difícil y él y su esposa se sienten muy
descorazonados. Yo procuro hacer lo que puedo para animarlo, mas yo
también me siento triste a menudo por la razón que puedes adivinar,
querido Mathew. La ausencia es una dura prueba para un corazón
enamorado. Tus renovadas promesas de amor me causaron gran alegría.
Ahora y siempre te pertenecerá mi corazón, querido Mathew, y seré
siempre tuya,
betty martin
P. D.: Dirijo mi carta a nuestra mutua amiga Matilde Graves, como de costumbre. Espero que el Cielo perdone este subterfugio.»
Eduardo lanzó un silbido.
-¡Una misionera! Conque ése fue el amor de tío Mathew. Me pregunto por qué no se casaron.
-Al parecer recorrió casi todo el mundo -dijo
Charmian examinando las misivas-. Mauricio... toda clase de sitios.
Probablemente moriría víctima de la fiebre amarilla o algo así.
Una risa divertida les sobresaltó. La señorita Marple lo estaba pasando en grande.
-Vaya, vaya -dijo-. ¡Fíjense en esto ahora!
Estaba leyendo para sí la receta de jamón al horno, y al ver sus miradas interrogadoras, prosiguió en voz alta:
«Jamón al horno con espinacas. Se toma un pedazo
bonito de jamón, rellénese de dientes de ajo y cúbrase con azúcar
moreno. Cuézase a fuego lento. Servirlo con un borde de puré de
espinacas.»
-¿Qué opinan de esto?
-Yo creo que debe resultar un asco -dijo Eduardo.
-No, no, tiene que resultar muy bueno..., pero, ¿qué opinan de todo esto?
-¿Usted cree que se trata de una clave... o algo
parecido? -exclamó Eduardo con el rostro iluminado y cogiendo el
papel-. Escucha, Charmian, ¡podría ser! Por otra parte, no hay razón
para guardar una receta de cocina en un lugar secreto.
-Exacto -repuso la señorita Marple.
-Ya sé lo que puede ser... una tinta simpática -dijo Charmian-. Vamos a calentarlo. Enciende una bombilla.
Pero hecha la prueba, no apareció ningún signo de escritura invisible.
-La verdad -dijo la señorita Marple, carraspeando-,
creo que lo están complicando demasiado. Esta receta es sólo una
indicación, por así decir. Según mi parecer, son las cartas lo
significativo.
-¿Las cartas?
-Especialmente la firma.
Mas Eduardo apenas la escuchaba, y gritó excitado:
-¡Charmian! ¡Ven aquí! Tiene razón... Mira... los
sobres son bastante antiguos, pero las cartas fueron escritas muchos
años después.
-Exacto -repuso la señorita Marple.
-Sólo se ha tratado de que parezcan antiguas. Apuesto a que el propio tío Mathew lo hizo...
-Precisamente -confirmó la solterona.
-Todo esto es un engaño. Nunca existió esa misionera. Debe tratarse de una clave.
-Mis queridos amigos... no hay necesidad de complicar
tanto las cosas. Su tío en realidad era un hombre muy sencillo. Quería
gastarles una pequeña broma. Eso es todo.
Por primera vez le dedicaron toda su atención.
-¿Qué es exactamente lo que quiere usted decir, señorita Marple? -preguntó Charmian.
-Quiero decir que en este preciso momento tiene usted el dinero en la mano.
Charmian miró el papel.
-La firma, querida. Ahí es donde está la solución. La
receta es sólo una indicación. Ajos, azúcar moreno y lo demás, ¿qué es
en realidad? Jamón y espinacas. ¿Qué significa? Una tontería. Así que
está bien claro que lo importante son las cartas. Y entonces si
consideran lo que su tío hizo antes de morir... guiñarles un ojo, según
dijeron ustedes. Bien... eso, como ven, les da la pista.
-¿Está usted loca o lo estamos todos? -exclamó Charmian.
-Sin duda, querida, debe haber oído alguna vez la
expresión que se emplea para significar que algo no es cierto, ¿o es
que ya no se utiliza hoy en día? Tengo más vista que Betty Martin.
Eduardo susurró mirando la carta que tenía en la mano:
-Betty Martin...
-Claro, señor Rossiter. Como usted acaba de decir, no
existe... no ha existido jamás semejante persona. Las cartas fueron
escritas por su tío, y me atrevo a asegurar que se debió divertir de lo
lindo. Como usted dice, la escritura de los sobres es mucho más
antigua... en resumen, los sobres no corresponden a las cartas, porque
el matasello de una de ellas data de 1851.
Hizo una pausa y repitió con énfasis.
-Mil ochocientos cincuenta y uno. Y eso lo explica todo, ¿verdad?
-A mí no me dice nada absolutamente -repuso Eduardo.
-Pues está bien claro -replicó la señorita Marple-.
Confieso que no se me hubiera ocurrido, a no ser por mi sobrino-nieto
Lionel. Es un muchacho encantador y un apasionado coleccionista de
sellos. Sabe todo lo referente a la filatelia. Fue él quien me habló de
ciertos sellos raros y rarísimos, y de un nuevo hallazgo que había
sido vendido en subasta. Y ahora recuerdo que mencionó uno... de 1851
de 2 céntimos y color azul. Creo que vale unos veinticinco mil dólares.
¡Imagínese! Me figuro que los demás también serán ejemplares raros y
de precio. No dudo de que su tío los compraría por medio de
intermediarios y tendría buen cuidado en «despistar», como se dice en
los relatos de detectives.
Eduardo lanzó un gemido y, sentándose, escondió el rostro entre las manos.
-¿Qué te ocurre? -quiso saber Charmian.
-Nada. Es sólo de pensar que a no ser por la señorita
Marple, pudimos haber quemado esas cartas para no profanar los
recuerdos sentimentales de nuestro tío.
-¡Ah! -replicó la señorita Marple-. Eso es lo que no
piensan nunca esos viejos aficionados a las bromas. Recuerdo que mi tío
Enrique envió a su sobrina favorita un billete de cinco libras como
regalo de Navidad. Los metió dentro de una felicitación que pegó de
modo que el billete quedara dentro y escribió encima: «Con cariño y mis
mejores augurios. Esto es todo lo que puedo mandarte este año.» La
pobre chica se disgustó mucho porque lo creyó un tacaño y arrojó al
fuego la felicitación. Y claro, entonces él tuvo que darle otro
billete.
Los sentimientos de Eduardo hacia tío Enrique habían sufrido un cambio radical.
-Señorita Miss Marple -dijo-, voy a buscar una botella de champaña; brindemos a la salud de su tío Enrique.
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